El mar nunca termina de enseñarnos sus posibildades, como lo demuestra esta golosina de gamba.
Descartemos la idea de que la gamba cristal sea un alevín de gamba blanca o un diminuto camarón o un proyecto de quisquilla. Nada de todo ello. Este pequeño crustáceo es una especie propia, procedente de la costa andaluza, sobre la que se ha despertado un reciente interés culinario y, con ello, un valor comercial inesperado. Como defiende Alberto Monzón, nuestro wikipedio marino del sur, “el mar no tiene puertas” y conocerlo continúa siendo a día de hoy un viaje de aprendizaje infinito.
Esta gamba surge como consecuencia del agotamiento que en ocasiones se da de los recursos de los caladeros de langostinos, galeras y demás mariscos cerca de la costa. Ante la escasez de pesca, los barcos deben agrandar su radio de acción y alejarse de puerto en busca de alternativas. A unas dos horas de navegación, y generalmente junto a bancos de rape y calamar, aparecen unas inmensas bolsas de gambas cristal. Gracias a su cantidad, los pescadores encuentran con su captura una rentabilidad económica al largo desplazamiento.
Su color blanco, casi transparente, desvela a la gran profundidad que vive esta gamba. Y si hablamos de su sabor, cuando el curioso de Mozón la prueba en crudo, le atrapa la sensación dulce que el diminuto crustáceo deja al final de su paso por la boca, en contra del habitual retrogusto astringente y amargo que poseen mariscos parecidos.
El tratamiento que en Lakasa damos a estas gambas es la fritura. Enharinadas y tras un paso rápido por aceite caliente, a unos 170 º C, conseguimos un bocado crujiente, amable, muy fácil de comer, al que le acompañamos una mahonesa de lima. Se comen como pipas. Y el día que llegan al restaurante, nos escucharás cantar sus virtudes bien como entrante para comenzar una comida o bien para tapear en la barra.
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